
La película Una batalla tras otra no es fácil de definir, lo que si sabemos, es que es una experiencia cinematográfica total.
Casi tres horas de metraje pueden sonar a exceso en tiempos de atención fragmentada, pero Una batalla tras otra, la obra reciente de Paul Thomas Anderson, demuestra que la duración no siempre se traduce en pesadez, sino en una inmersión profunda y sostenida en su universo.
Durante sus 178 minutos, la película no concede tregua: no hay un solo momento de relax, ni un respiro entre los estallidos de violencia, los arrebatos de amor o las discusiones ideológicas que atraviesan cada secuencia.
Anderson, maestro en diseccionar las contradicciones del alma americana, entrega aquí una de sus películas más ambiciosas, una fábula incendiaria sobre la represión, el activismo y la necesidad -y dificultad- de hacer comunidad en un país que parece reinventar su propio caos una y otra vez.

Inspirada tanto en las realidades perturbadoras de los Estados Unidos contemporáneos como en las ideas revolucionarias y cíclicas que marcaron nuestro pasado, Una batalla tras otra funciona como un espejo deformante pero preciso de una nación partida en dos.
Desde su primera escena -una secuencia de amor explosivo entre Bob (Leonardo DiCaprio) y Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor)- el filme marca el tono: el deseo y la ideología van de la mano, y las detonaciones no son solo las de las armas, sino las de un amor que se consume a sí mismo. Anderson convierte ese inicio en un preludio de lo que vendrá: una relación que arde y se desintegra, dejando como legado una hija, Willa (interpretada por la joven Chase Infiniti), que cargará con los restos —y las esperanzas— de una revolución inconclusa.

El breve plano de la familia recién formada reposando en una cama, antes de que todo se desmorone, es el único momento de calma en casi tres horas de película.
Después de eso, la cinta se lanza al asfalto: un viaje físico y emocional que redefine el sentido de la “road movie”. En la carretera Anderson encuentra su escenario ideal: una suerte de nuevo Oeste donde las minorías multiculturales son perseguidas por los dementes valores supremacistas que fundaron la nación y siguen habitando esas llamadas altas esferas. La carretera, filmada con la habitual precisión visual del director se convierte en un campo de batalla moral.

DiCaprio, en una de sus interpretaciones más humanas y divertidas en años, encarna a Bob, un héroe venido a menos, un padre que carga con la desaparición de su compañera y que apenas logra sostener su vínculo con Willa.
El actor oscila entre el drama y el slapstick con una naturalidad sorprendente: es tanto el alivio cómico como el corazón emocional del relato. Bob es un hombre en ruinas, pero también un símbolo del ciudadano medio norteamericano: confundido, culpable, y aún aferrado a una cierta idea de redención.

Willa, en cambio, es la energía del presente. Chase Infiniti -una revelación absoluta- dota al personaje de una mezcla irresistible de vulnerabilidad y determinación.
Tiene la fortaleza y la rabia de su madre, pero también la gentileza y el sentido moral de su padre. En ella se encarna la pregunta central de la película: ¿puede una generación heredera de los ideales rotos reconstruir algo nuevo? A través de Willa, Anderson plantea cómo los ideales revolucionarios -los de verdad, no los de eslogan- sobreviven, mutan y, a veces, florecen en los lugares menos esperados.

La cinta no solo cuenta una historia, sino que la aborda desde diferentes prismas.
Como en Magnolia, las tramas se entretejen con un ritmo vertiginoso, construyendo una panorámica de personajes que se cruzan, chocan y se pierden. En ese tejido destaca Benicio del Toro como una suerte de figura redentora: un hombre que aparece en los momentos de mayor desesperación para tender una mano, un recordatorio de que la empatía todavía puede existir incluso en los márgenes del caos.

El humor ácido y punzante atraviesa toda la película, especialmente cuando Anderson retrata a los personajes que simbolizan el fascismo.
La sociedad secreta “Los Amantes de la Navidad”, con sus delirantes rituales y requisitos para ingresar rozan lo delirante. Pero bajo el absurdo late una crítica feroz a los supremacistas modernos, a esos grupos que han aprendido a camuflar el odio bajo el disfraz de la nostalgia y el patriotismo.

En este sentido, Una batalla tras otra es tanto una película sobre el presente como sobre la persistencia del pasado.
Anderson mezcla imágenes que evocan el tratamiento de los migrantes bajo el gobierno de Trump con secuencias de acción frenéticas y estallidos de humor físico. Esa combinación -que en manos menos expertas podría resultar caótica- funciona aquí con una coherencia brutal. El resultado recuerda por momentos a Malditos Bastardos de Tarantino: múltiples piezas de un puzzle que, al unirse, componen una imagen panorámica del mal y de la resistencia.

Y pese a lo político del material, Anderson nunca sacrifica la emoción.
Al contrario, la película encuentra su núcleo en la relación entre padre e hija. En medio del ruido, las persecuciones y los enfrentamientos ideológicos, Una batalla tras otra es, sobre todo, una historia de amor -no romántico, sino filial- y de cómo ese amor puede ser una forma de resistencia. La última secuencia, sin revelar demasiado, logra cerrar el círculo de manera conmovedora: Anderson nos deja con una sensación de esperanza sin ingenuidad, de fe sin ceguera.

El hecho de que Una batalla tras otra haya superado los 100 millones de dólares en la taquilla mundial -la primera cinta de Anderson en lograrlo- no debería sorprender.
Es una película exigente, sí, pero también profundamente contemporánea. Habla de un país que aún no ha terminado de entender sus heridas, pero que sigue buscando formas de curarlas. Y lo hace con un pulso narrativo envidiable, con interpretaciones memorables y con la precisión visual de un director que no filma una imagen sin propósito.

Una batalla tras otra no es fácil de definir. Es una road movie, una sátira política, un melodrama familiar, un manifiesto visual.
Pero sobre todo, es una experiencia cinematográfica total: de esas que te obligan a mantener la atención sin bajar la guardia, que te sacuden y te dejan pensando. En un panorama saturado de historias previsibles, Paul Thomas Anderson entrega una obra incómoda, actual y necesaria. A los trumpistas, ciertamente, no les va a gustar. Pero al resto nos recuerda por qué seguimos yendo al cine: para luchar, una batalla tras otra, por comprender el mundo que nos toca vivir.

15 de octubre de 2025 a las 15:46
Magnifica crítica,genial,la iré a ver, gracias