
Arco: Un niño viaja al 2075, a un futuro con crisis climática y afectiva. La animación de Ugo Bienvenu es una luminosa historia de esperanza y conexión.
Con Arco, Ugo Bienvenu irrumpe en el panorama cinematográfico de 2025 con una película de animación que no solo confirma su solidez como narrador visual, sino que sitúa a Neon Films —productora que lleva años apostando por propuestas arriesgadas— en el centro del debate sobre hacia dónde debe dirigirse la animación europea contemporánea.
La cinta, ganadora del Festival de Annecy, no llega envuelta en el ruido habitual de las superproducciones, pero lo cierto es que su impacto emocional y estético la convierte en uno de los estrenos más estimulantes del año. Bienvenu construye un universo que, aún ambientado en un futuro lejano, nos resuena: habla con inusitada claridad de las fragilidades, contradicciones y responsabilidades de nuestro presente.

La premisa es tan sencilla como contundente: Arco, un niño pequeño que vive su infancia en un mundo agotado por la crisis climática, donde la naturaleza ha sido violentada hasta casi perder toda capacidad de regeneración.
Se ve de pronto arrojado accidentalmente al año 2075. Allí descubre un planeta que aún no ha sufrido (del todo) el deterioro ambiental, pero sí que se topa con una transformación emocional de la sociedad: la figura de los padres ha sido sustituida por robots programados para tareas de crianza, y los niños crecen en un vacío afectivo que no es posible llenar con algoritmos empáticos. En este entorno distópico, Arco conoce a Iris, una niña criada en una casa con padres ausentes que, como muchos otros, ha tenido que erigirse en su propio sostén emocional. Juntos emprenden una aventura que es, más que una historia de supervivencia, un proceso de reconstrucción afectiva.

Bienvenu, que proviene del ámbito de la novela gráfica y la animación experimental, imprime a Arco una personalidad visual inconfundible.
Su decisión de trabajar en animación 2D se siente como una declaración de principios en un contexto donde el 3D y la estilización hiperrealista dominan desde hace más de una década, especialmente por la influencia de estudios como Pixar. En lugar de sumarse a esa corriente, Arco apuesta por líneas más orgánicas, colores menos saturados y movimientos que buscan la expresividad antes que la espectacularidad. Esta elección estética no solo marca la identidad del filme, sino que lo sitúa en un diálogo directo con la tradición de Studio Ghibli, cuya huella se percibe en la manera de mirar a la infancia, en la presencia ritualizada de la naturaleza (amonestada, herida, pero aún portadora de vida) y en esa sensibilidad para retratar protagonistas que, siendo niños, poseen una madurez emocional forzada por las circunstancias.

Lo verdaderamente notable es cómo la película conjuga sus influencias con una voz propia.
En manos menos experimentadas, la mezcla de distopía climática, reflexión tecnológica, ternura infantil y aventura melancólica podría haber resultado excesiva o inconexa. Sin embargo, Arco consigue un equilibrio sorprendente. La narrativa fluye sin brusquedades, permite que los personajes respiren, y evita en todo momento caer en un discurso moralizante o en la trampa del sentimentalismo fácil. Arco e Iris no funcionan como simples símbolos de una generación futura, sino como criaturas complejas, vulnerables, inseguras, capaces de torpezas y destellos de valentía. Sus decisiones no responden al guión, sino a su propia humanidad, y esa autenticidad es una de las mayores virtudes del filme.

En paralelo, Bienvenu desarrolla con sutileza el tema de la relación entre humanos y máquinas.
Lejos de demonizar a los robots que se encargan de la crianza —un recurso temático ampliamente explorado en la ciencia ficción—, la película los presenta con una mezcla de compasión y extrañamiento. No son los villanos del relato, sino los herederos involuntarios de una responsabilidad que nunca les correspondió. Como ocurría en Robot Dreams, la audiencia desarrolla simpatía hacia ellos, porque la película entiende que la mecanización emocional no es culpa de las máquinas, sino de quienes renuncian a las relaciones humanas bajo la ilusión de la eficacia tecnológica. Así, Arco no critica la tecnología por sí misma, sino su uso complaciente en una sociedad que ha delegado incluso el afecto.
A pesar del tono sombrío que impregna buena parte del metraje, Arco es, en esencia, una película luminosa.
Bienvenu no cae en el catastrofismo, sino que construye una narrativa que funciona como un grito de esperanza. El vínculo entre Arco e Iris se convierte en la chispa que rompe la inercia de ese futuro aséptico: una prueba de que la empatía y el cuidado mutuo sobreviven incluso en los escenarios más desolados. La cinta plantea, sin subrayados obvios, la idea de que el futuro solo podrá reconstruirse si se recupera la mirada de los jóvenes, esa que aún no se ha endurecido, esa que conserva intacta la capacidad de imaginar alternativas.

El final, sin revelar detalles, abraza una melancolía profunda.
No es un cierre complaciente, pero tampoco una derrota. Es un desenlace agridulce que respeta la inteligencia emocional del espectador y prolonga los ecos del relato mucho más allá de la sala de cine. Se siente como un recordatorio de que crecer implica aceptar pérdidas, y de que incluso las historias más luminosas dejan sombras.

En conjunto, Arco es una de las películas de animación más importantes del año: una obra rica, equilibrada y humanista, que confirma que la animación 2D sigue siendo un lenguaje poderoso, vigente y capaz de emocionar en un mundo saturado de imágenes digitales. A partir del 6 de febrero, los cines españoles tendrán la oportunidad de disfrutar de un viaje que, aunque situado en el 2075, interpela —con una claridad conmovedora— al espectador del presente.
Ugo Bienvenu.
