MUCHAS EXPECTATIVAS PARA UNA PELI MEDIOCRE
Desde el momento en que un histriónico Anthony Hopkins y su labio leporino acaparan la pantalla y miran a cámara profiriendo un altisonante discurso introductorio, cala en los huesos del espectador (al menos, los de esta crítica) la certidumbre de que le han dado gato por liebre. Y es que, si la iniciativa de honrar la memoria del mago del suspense con un biopic resultaba atractiva y ambiciosa de por sí, el despliegue publicitario generado en torno al estreno del film había disparado en grado sumo las expectativas. A priori, tanto el material de base como el enfoque resultaban suculentos: por un lado, la humanización del genio que dignificó el género, con sus fobias, su misoginia, sus celos patológicos, sus encaprichamientos con las actrices, su despotismo y su egolatría; por otro, la articulación del relato sobre los entresijos de la producción de “Psicosis”, su película más emblemática, con sus obstáculos financieros, morales y logísticos. De todo ello da buena (y profusa) cuenta la película. Pero sus responsables han pasado por alto una verdad fundamental: cuando de un biopic se trata, el resultado depende casi en su totalidad de la convicción que inspire su protagonista, y tanto la sobreactuada interpretación de Hopkins como su grotesca caracterización resultan un andamiaje irremisiblemente endeble y mancillado, por mucho que brille su plantel de secundarios (mención especial merece James D´Arcy, un logradísimo clon de Anthony Perkins). Si a ello sumamos el pulso átono y lineal del neófito Sacha Gervasi, lo que queda es un cuantioso, pero vulgar anecdotario sin más encanto que el que destilaría una detallada descripción enciclopédica de una biblioteca pública. Ponen la guinda al desaguisado los encuentros imaginarios entre Hitchcock y el tristemente célebre Ed Gein, un burdo y ridículo intento de dotar de alma a un relato que rezuma el mismo entusiasmo que una escalera mecánica.
“Hitchcock” se estrenó en cines el pasado viernes, 1 de febrero
