LA VALENTÍA DE LA EMOCIÓN

“LO QUE ME QUEDA POR VIVIR” DE ELVIRA LINDO

Escribo estas letras impelido por el impulso absurdo de intentar recoger todo lo que la lectura de esta bomba de sentimientos escrita por Elvira Lindo (la misma que firma esas delicias de columnas todos los domingos en El País, la misma que ha escrito guiones cinematográficos y ha hecho cameos desternillantes interpretando a cleptómanas de cubertería) me ha despertado, como si eso fuera posible. Quiero hacerlo ahora, caliente todavía el movimiento de pasar la última página, casi a oscuras, en el duermevela de la soledad de la madrugada, rodeado de silencio y emociones atronadoras, temeroso de que si espero a mañana, algo del libro, algo de su fuerza, algo de su verdad, algo de mi historia, me haya abandonado al despertar. No sería justo. Este libro se merece mucho más. Se merece que salga de la cama y me ponga a escribir sin pensar en lo que escribo. Sintiéndolo.

Recuerdo cuando era un mico leer “La sonrisa etrusca” de José Luis Sampedro, un libro que me encantó en su época (no sé qué pensaría hoy de él). Si vuelve a mi memoria es porque se me quedó grabada la imagen de ese abuelo que deseaba tener tetas para poder sentir lo que significaba amamantar a su nieto. En mi cabeza de adolescente, no debía de tener más de trece años, esa imagen era lo más parecido que podía existir al amor verdadero. Un abuelo con dos tetas como dos carretas. Con “Lo que me queda por vivir” me ha pasado un poco igual que al abuelo imaginario (o quizás no tanto) de Sampedro. Ahora ya sé, por propia experiencia, de qué va eso del amor. Incluso he vivido su otra cara, el desamor. Y conozco el sexo y la envidia y el rencor y la alegría y la fascinación y la desesperación y la ilusión. Ahora, con treinta y tres, la imagen del abuelo me sigue resultando maravillosamente reveladora. Se le llama entrega. Y no es muy corriente en nuestros días, salvo en las novelas. Excepto en “La sonrisa etrusca” y en este mísil descarnado que es “Lo que me queda por vivir”.

No sé ni por dónde empezar a enumerar las virtudes que se encierran en este libro. Hablar de la maestría de su escritura me resulta banal. Hablar de la profundidad de sus imágenes (del cine, del pueblo, del despacho amarillo, del canario, del estudio, de las calles, del teléfono, del aeropuerto) no le hace justicia. Yo preferiría no hablar de todo eso y tatuarme todo el cuerpo con frases (hay millones para elegir) extraídas de sus páginas. Sería capaz, como aquel abuelo de mi adolescencia de lector, de ponerme tetas y quedarme preñado del primero que pasara si eso me asegurara poder releerlo con alma de mujer soltera, como su protagonista, deseando fervientemente poder desentrañar todos sus secretos. He desistido de ambas ideas al sentarme a escribir porque sé que no necesito de tetas para entender que la historia de Antonia, esa madre soltera que sobrevive en el Madrid efervescente de los ochenta, esa mujer herida, confusa, necesitada, histérica, solitaria, disfrazada, demandante, deseosa, atolondrada, comprensiva, insegura, temerosa y temeraria, convulsa, perdida, amante y amada y la de Gabi, el niño siempre presente, el superhéroe, el salvador, es también la mía. De hecho, estoy seguro de que es la de cualquiera que respire. Cualquiera que haya tenido la sensación inequívoca de pertenecer sin poder hacerlo. Es decir, todo hijo de vecina. Además, estoy seguro de que Elvira Lindo me cruzaría la cara si me viese con tatuajes nuevos construidos con frases de su novela o con pechos más grandes que los suyos. No es nada tú, estoy seguro de que me diría.

Este es un libro que exige (y merece) ser leído con el corazón. En silencio. Compartiéndote con él. Los ojos sobran. La mente y sus razones están de más. Elvira Lindo escribe desde ahí, desde ese lugar tristemente tan poco visitado (por miedo, por qué va a ser), desde la valentía de la emoción, desde la entraña más viva, desde la desnudez del sentimiento puro, desde el retrato real más descarnado y valeroso que yo recuerdo haber leído de la realidad de una mujer, que no sólo es mujer sino madre. Es justo leerlo desde ahí. Sobran los intermediarios. Convendría dejar de lado viejas amistades y armaduras que tanto veneramos como el cinismo o la distancia o el recelo o la frialdad o el humor hiriente o la frivolidad o la rutina o las frases hechas o las defensas manoseadas o las creencias imbatibles o simplemente, nuestra seguridad. Ese autoengaño de control en el que tantas energías malgastamos. Molaría que lo empezases y te abandonases a él, dejándote atravesar. Dejándote sentir. Viviendo cada página con el corazón. Entendiendo que Elvira Lindo habla de todos nosotros, porque habla de ella. De emoción a emoción. De persona a persona. Sin más etiquetas que esa.

Esto no sólo es un libro desbordado de alma, sabiduría, emoción y talento. Esto es un regalo. Esto es pura magia.

LA VALENTÍA DE LA EMOCIÓN