Hacía mucho que no veía a Martín. Quizás desde su exposición en La Panera de Lleida, unos meses atrás. Me habían dicho que “estaba fuera”. Y no sabía muy bien fuera de dónde podía estar. Pero cuando me enteré de que tenía una exposición en la galería Bombon Projects, sentí curiosidad. “Medicane”, se titulaba; así se califica en inglés a un ciclón tropical mediterráneo, me dijo por teléfono.
Lo contrario de aquel “Fruit Belt” con el que Martín Llavaneras titulaba su última exposición en el Espai 13 de la Fundació Miró y que se refiere a regiones con un microclima ideal que permiten una optimización del proceso agrícola, pensé. Se trata siempre de ese intento de domesticación de la naturaleza del que ya hablaba Heidegger. Sí, siempre he sido demasiado pomposo. Ha dejado un poco de lado los cuerpos y sus efectos, los rastros humanos en los objetos y los materiales -los patrones gráficos de sus piedras litográficas o la dimensión ortopédica de sus perfiles escultóricos de caucho- para centrase más en contextos naturales; frutos, hierbas, plantas. Sus últimas muestras son casi ecosistemas autónomos, instalaciones vivas y cíclicas, pensé también, y ¿cómo integras eso en una galería?
– Mañana nos vemos y te lo enseño, me dijo.
Medicane, 2019. Bombon Projects. Foto: Ketevan Gvinepadze y Martin Llavaneras
Al llegar, Martín Llavaneras no está. Me da la bienvenida una mujer espigada y agradable que no conozco, Kentia, una etnobotánica que trabaja para una multinacional dedicada a la exportación de plantas tropicales, me explica, y que también ha escrito un libro, me comenta rápidamente.
– ¿El qué tienes ahí? le digo, señalándole el bulto que despunta debajo de su brazo. No no, me contesta, éste es “La vida de las plantas” de Emanuele Coccia. Y acto seguido me empieza a hablar de unos viveros que tiene su empresa a pocos kilómetros de la ciudad, en medio de una gran extensión desértica entre la que se abren paso canales y fértiles humedales. Me imagino parcela infinitas de invernaderos ordenados y secretos, protegidos por mallas de sombreo, formados por hileras de plantas etiquetadas y clasificadas que esperan a ser cargadas en contenedores para ser enviadas al otro lado del mundo. Tanta taxonomía me suena a apocalipsis. El negocio funciona muy bien, admite Kentia. No sé porque pienso: poniendo a trabajar a las plantas para que fluya bien-bien el capital. Me gusta esa frase desconocida.
Miro la exposición y lo que veo sigue pareciéndome una cadena conectada de gestos deconstruidos, una naturaleza domesticada que sin embargo consigue desbordar de impurezas y sublimar la mera utilidad productiva. Hay un poco menos de “sustancias materiales circulando, fluctuando y descomponiéndose ante mis ojos”, como me dijo una vez Martín Llavaneras, pero la escultura sigue siendo performativa. Sigue habiendo algo que podríamos llamar, de alguna manera, un ambiente, un ecosistema, un contexto. Siguen habiendo recorridos y recovecos, repartición del espacio y materiales invitados, sensaciones de estar visitando ese margen divisorio entre lo humano y su entorno, de ver las marcas de lo humano en las materias, de devolver lo insólito y misterioso a lo que ya nos parece banal. Pero que quizás sea simplemente absurdo. Como dejar sin oxígeno a una naranja.
Medicane, 2019. Bombon Projects. Foto: Ketevan Gvinepadze y Martin Llavaneras
El trabajo de Martin Llavaneras siempre me ha recordado a un fotograma de Stalker de Tarkovski o a un largo plano secuencia de Apichatpong Weerasethakul. El imaginario tropical del cine asiático está influenciado mucho cierto arte contemporáneo, pienso. Recuerdo que Coccia habla del “zoocentrismo de la biología actual” en su libro y me pregunto si esta tendencia no es más que la versión radical de esas clasificaciones entre lugares y no lugares, naturaleza y civilización, centro y periferia que tanto nos gustan. Pienso en los suburbios. Me gusta la palabra. Creo que Augé debería escribir un libro sobre ellos. Obviamente empezaría en Berlín donde Martín Llavaneras estuvo viviendo unos años. Cualquiera que haya ido por allí sabe de la importancia de lo material en la escena artística de la ciudad alemana; las piedras, el caucho, el hierro como soporte. Y de los espacios abandonados. Por los hombres, se entiende. Porque no se pueden abandonar los espacios, pienso. Reaparecen siempre, como reaparecen las vallas desgastadas, las lonas agujereadas y las formas naturales en “Medicane”. Al final, las delimitaciones son siempre borrosas, el mundo es impuro, por suerte quedan rastros. Esa memoria del humus – Humus recalls curvatures. Traces, que dirían los franceses con Derrida, esas mismas que veo en las instalaciones de la exposición y que tanto le gustan a Martín Llavaneras. Me hacen pensar en una respuesta irónica a las manos de Hollywood Boulevard, en los búfalos de las paredes ancestrales, una arqueología del puro presente, los amantes de Pompeya y en esa bonita pregunta que se hace Fernández Mallo (en Teoría general de la basura): “¿Cómo datar un agujero?”. La marca de la ausencia en lo presente, y Heidegger de nuevo, pero hay que volver a los clásicos. En lo invisible, si queréis, como esos indetectables extractos de vegetales fermentados que el artista pulverizaba en sus dos últimas exposiciones, o como ese paso del tiempo detenido en el estado de latencia, esa hibernación forzada en la que viven los frutos hoy.
Humus recalls curvatures, 2017. Centre d’art la Panera. Foto: Martin Llavaneras
Su trabajo siempre ha conectado flujos energéticos y procesos productivos, reflexionando sobre ciclos orgánicos. Al final, las plantas son las que crean la atmósfera de un espacio, me sigue contando, incansable y fresca, Kentia. Y me pregunto qué atmósfera pueden crear arbustos tropicales en la sala de espera del dentista. Pienso en lo que realmente es una atmósfera.
– ¿Me permites?, le pregunto a Kentia, cogiéndole el libro de las manos.
Y leo: “la filosofía es atmosférica, porque la verdad siempre existe en forma de atmósfera. Únicamente a través de su mezcla con el resto de elementos, cada cosa encuentra su identidad. La atmósfera es más verdadera que la esencia”.
– ¿Te has dado cuenta de que no hemos hablado de la exposición?, me pregunta. En frente de un cuadro, la gente siempre tiene que hablar acerca de él.
– O del tiempo que hace…, le contesto.
Sonríe y me invita a comer.
– Conozco un lugar aquí cerca dónde hacen las mejores lentejas, me dice.
Pero esa ya es otra historia.
Guiño y elogio a la hoja de sala de “Medicane” que se puede leer aquí.
Fruit belt, 2017. Fundació Joan Miró. Foto: Fundació Joan Miró y Martin Llavaneras