MIRANDA JULY

UNA BONITA HISTORIA DE JAVIER GINER SOBRE EL NUEVO LIBRO DE MIRANDA JULY, “NADIE ES MÁS DE AQUÍ QUE TÚ”.

Yo a Miranda July me la llevaría a cenar un pollo asado con patatas fritas y arándanos y fresas y al parque de atracciones, siempre y cuando estuviese abandonado y en desuso. Posiblemente le propondría ir a dar de comer a los patos del estanque en cualquier lugar de la galaxia donde hubiese patos y un estanque y también arbustos y una valla que separase el lago de la hierba (para que los trineos llenos de niños que bajasen por la ladera no pudiesen caer en el agua). Estoy seguro de que Miranda me compraría un helado de cucurucho con algodón de azúcar y unas gotitas de ginseng, té blanco, sal y éxtasis líquido. Luego se levantaría la falda junto a un árbol y me mostraría su vagina y diría algo tremendamente emocionante al hacerlo y me miraría sonriente y turbada, intrépida, maravillosa y juguetona en su inseguridad femenina. Yo admiraría la belleza de sus secretos, el destello orgulloso de su imperfección. La envidiaría en su desnudez infantil, ingenua y sexual. Aunque me estoy adelantando. Miranda July no me mostraría su sexo hasta haber comprado una sombra de koala tullido al niño coreano que los vende junto al bidón de basura en llamas que le mantiene caliente, en el parque al que hemos ido, ése que aún no sé dónde está.

Caminando con la sombra del animal por las calles vacías (siempre la imagino con una falda vaporosa y perfectamente maquillada) me contaría historias tristes, de una belleza sorprendente, de personas que conoce, cuentos de soledad, incomprensión y desamor, entendibles y humanos, llenos de contradicciones, obstinación, malentendidos y sentimientos imposibles pero reales. Quizás me dijese que se llama Cristina y también Ernest y que vive en California. Yo me emocionaría escuchando su voz dulce retumbando en el gélido aire de la noche, y ella, divertida, me mostraría de nuevo su sexo (una vez enseñado ella no pararía de mostrarlo). Me sentiría rabioso y se lo diría. Y ella confesaría que ella también. Entonces me fijaría en sus tacones de colores y en que sólo lleva un calcetín puesto y en sus pechos diminutos y en sus labios que susurran. Le preguntaría si ella es novia de Mike Mills y la directora de una película que vi hace tiempo y que me gustó mucho, una pequeña lágrima indie titulada “Me, you and everyone we know”, pero no me contestaría, porque en el estanque ya no quedan peces de colores. Seguiría contándome historias con un micrófono (que en realidad sería un consolador de varios motores y cabezas) y entrelazaría sus manos con las mías, en un tono de voz nostálgico e idílico, tremendamente personal, sin subrayados. Con muchas pausas. Mirándome a los ojos. Quizá nos fumaríamos un porro más grande que su brazo y nos intercambiaríamos la ropa interior, sin dejar de caminar, todo a la vez. Llevar puestas sus bragas de encaje y su compresa me resultaría la mar de liberador. Posiblemente entonces ella me hablaría de lo duro que es a veces vivir y de lo difícil que resulta querer y que te quieran y de por qué algunos árboles sobreviven al invierno y la razón de que en todas las fiestas la cocina sea la habitación de la casa que más atestada está siempre. También me explicaría de dónde viene mi necesidad de aprobación. En su boca nada sonaría como algo ya oído cientos de veces sino que serían sonidos nuevos, frescos, irreverentes y cómodos. Hablaríamos de las enfermedades mentales derivadas de la incomprensión y de lo extraños que ella y yo nos sentimos algunos días. El koala tullido que lleva colgado del cuello se habría convertido, para entonces, en una carta de papel antiguo o en un email y los dos escribiríamos en ella, con rotuladores fosforescentes que dispararían gritos de dolor alegre, pólvora y fuegos artificiales, como niños que construyen juntos un puzle lleno de amor y de vergüenza. Seguiríamos observando cómo los coches conducen hacia atrás.

Luego, volveríamos a mi casa y haríamos el amor veintisiete veces seguidas, con ella y con todos los amantes que ha tenido hasta ahora: hombres, mujeres, adolescentes e incluso sus progenitores. La cama estaría llena de personas, todas dulces, eróticas y entregadas, y sobre el colchón no tendría cabida el desamparo. Estoy seguro de que Miranda me acariciaría la nuca y me susurraría al oído que valgo la pena y que todo está bien. Que puedo seguir existiendo. Que merezco vivir.
Luego se iría como llegó, materia de mis sueños, dejando un vacío inenarrable en el lado derecho de la cama, como todas las mañanas. Pero dejaría su libro como regalo: “Nadie es más de aquí que tú”. En sus historias reconocería la misma esperanza caliente que había sentido al llevar puestas sus bragas. Esa noche me volvería a ir a dormir, esta vez, con esta maravilla de libro entre las manos, cerca del pecho, muy cerca, esperando que Miranda July me visitase de nuevo en sueños para hacer el amor conmigo y mostrarme su vagina y seguir contándome cuentos. Para así entender, con la ayuda de su mirada y sus historias, que ahí fuera hay alguien que me comprende y que a menudo se siente tan ridículo, asustado e inservible como yo muchas mañanas al despertar.