SITGES 2010

SITGES BY JAVIER GINER

No sé qué me ocurre últimamente (seguro que mi terapeuta tendría algo que decir al respecto) pero los Festivales de Cine se han transformado en el lugar en el que, paradójicamente, menos películas termino viendo. Lo mío en los Festivales se ha convertido en pura cháchara, jolgorio, paseos, pandereta, conversaciones hasta altas horas de la madrugada, business, encuentros, recuerdos cinematográficos, mucho whatssup, mucha acreditación y mucha Fanta Naranja. Esos espacios especialmente diseñados para acoger durante jornadas maratonianas a los amantes del séptimo arte, a picajosos intelectuales y gamberros con gafas, a borrachuzos de emociones, jump cuts y bandas sonoras, a bibliotecas andantes del celuloide, a todos aquellos que vivimos diariamente divididos entre la realidad del asfalto y la de aquellos fotogramas que nunca existieron salvo en nuestra cabeza, se han convertido en mi vida en pequeñas balsas de aire fresco y necesario que me devuelven la esperanza de volver a creer en la magia del hoy. Como ya ocurrió con mi paso por Donosti, este año Sitges ha sido para mí más una cita gastronómica que cinematográfica. Parece, por lo que me viene ahora a la cabeza (el mismo día en que termina el Festival), que hubiese acudido a un certamen orquestado por Ferrán Adriá más que un showcase de cine (al loro con la programación de Sitges: la mayor en cantidad y número de proyecciones). He vuelto a cambiar, sin darme cuenta, las butacas mullidas del Auditori por las sillas ergonómicas de cientos de mesas distintas, la ficción de los personajes de película por la realidad de compañeros, colegas, currantes y amigos de carne y hueso, la oscuridad de la sala de cine por el aire fresco a orillas del mar de una colección interminable de restaurantes y, por encima de todo, de terrazas de hotel. Estoy abonado a los centros neurálgicos de reunión de los hoteles de cualquier Festival de Cine. Esto también es “carne de terapia”, estoy seguro. Si San Sebastián tiene el Hotel María Cristina y Cannes el Du Cap o el Martínez, Sitges puede estar orgulloso de contar con el Meliá y su terraza (donde se hacen casi todas las entrevistas de los medios asistentes al Festival). Además, a diferencia de la pose y pretenciosidad de Cannes, la realeza arquitectónica de San Sebastián, Sitges tiene el salero necesario para poder desplegar una panda de seguidores frikis adeptos de la sangre y los desmembramientos,  dos niñas “chungas” con las que rindieron tributo al aniversario de “El resplandor” en un cartel arbusiano e histórico, una parrilla de programación imposible de seguir (un hurra especial para los programadores de este año que por motivos ajenos lo tenían crudo) a no ser que sea bajo la influencia de drogas duras, una naturalidad a prueba de bombas, una cercanía envidiable y un chiringuito con carpa de plástico blanco donde ponen unos donuts y una tortilla de patata de chuparse los dedos. Veredicto: Cannes mola mucho, Donosti es la hostia, pero Sitges… Sitges es Sitges.  El hermano menor calladito pero que termina siendo siempre el más divertido. Con el que mola estar.

SITGES 2010

Películas he visto que conste. Pero no todas las que debería ni me hubiese gustado. Vi varias olvidables que ni menciono y me quedé con muchas ganas de otras como “A Serbian film” (finalmente no me atreví) o la ganadora “Rare exports: a christmas tale” o “We are the night” o “Rubber”. Este año aún no me atreví a correrme una maratón de cine zombi con tres y cuatro pelis pegadas del tirón, básicamente porque me cago con cualquier cosa que huela a película de miedo, aunque me moría de envidia cada vez que veía las hordas que acampaban esperando a la puerta del cine a que comenzasen de madrugada. “Carne de neón” será probablemente un bombazo, si la distribuidora se lo curra bien (al loro con Macarena Gómez que está soberbia en un monólogo de los que hacen escuela). Y todo el mundo debería al menos disfrutar una vez en su vida de la proyección de la versión íntegra (veinte minutos adicionales) de “El Resplandor” en la pantalla gigante del Auditori aunque sea a la 1 de la mañana, como hice yo. Eso fue mejor que un orgasmo múltiple. Eso fue impagable.

SITGES 2010

Recuerdos habrá y muchos, como en cualquier Festival de Cine (que además de ser lugares muy divertidos son espacios que siempre me recuerdan a los hospitales, donde el tiempo y la realidad transcurren de manera especial y diferente, suspendidos en un limbo). Por eso, recuerdos habrá muchos de este Sitges 2010, pero pocos de ellos tendrán que ver con cine per se (mea culpa, me fustigo, de nuevo). Cuando me nombren Sitges 2010 me acordaré de las sonrisas y besos de Bárbara Goenaga y Eduardo Noriega y Macarena Gómez y de aquella cena divertidísima con Chus Gutierrez y Elena Manrique y del viaje de vuelta a Barcelona en el coche del novio de Macarena escuchando el nuevo cd de Belle and Sebastian y de la comida en el puerto con los insustituibles Xavi Bru y Elena Neira y de la cena con la super-Nahir Gutierrez y las risas con Ainhoa Pernaute y Sandra Ejarque en el jardín del Meliá mientras ellas coordinan con una soltura impresionante la prensa de Félix Gómez y “Agnosia” y los corbatines (soy fan absoluto) de Angel Sala (director del Festival) esperando a las celebrities en el photocall en los estrenos diarios y la simpatía hospitalaria de Carolina (directora de organización) y de Vicente (maestro de voluntarios) y encontrarse con Bruce la Bruce y la directora de La Casa del Cine de Barcelona y descubrir que Mondadori ha reeditado “Una historia conmovedora, asombrosa y genial” de casualidad y de los gin tonics de Juanma (star-camarero del Meliá) que hicieron que mi amigo cinéfilo se pegara siestas etílicas de antología en más de una de las proyecciones del Festival y del viaje con Carlos Díaz (star-guionista) diseccionando a Kubrick a las cinco de la mañana y de todos esos mensajes recibidos y presencias agradecidas y lugares y personas descubiertos. Eso es lo bonito y cojonudo de Sitges: que la magia además de en la pantalla, ocurre a diario entre nosotros, entre los que acudimos al Festival más casero (en el mejor sentido de la palabra), algunos de ellos disfrazados como zombies, otros en vaqueros y camiseta, como peregrinos a la Meca, sin necesidad de ponernos de gala, defendiendo el derecho a disfrutar del cine a pie de calle. Que como todo el mundo sabe es lo que mola.