Cannes 69: Las olvidadas

Segunda crónica de Carmen Cocina sobre las películas favoritas de la crítica

Ya señalé en la primera entrega de esta crónica la discrepancia entre crítica y jurado que ha traído consigo esta reciente edición del festival de Cannes, antagonismo que es ya vox populi hasta en el más recóndito circuito cinéfilo. “Toni Erdmann”, la sátira de la alemana Maren Ade sobre el vertiginoso ritmo vital de la clase trabajadora hipercualificada, esa que puebla los sueños húmedos de los headhunters y cuyos salarios son tan vertiginosos como sus responsabilidades, se postuló (y aguantó el tipo) como la gran favorita a medida que las apretadas jornadas iban configurando la quiniela particular de cada uno de los asistentes. Construida sobre el distanciamiento de una sofisticada ejecutiva agresiva respecto de su padre, un sesentón grotesco y socarrón que se pasea por los eventos de alta sociedad de su hija vestido como un adefesio y confiando a los peces gordos del lugar su preocupación por la vorágine laboral de su retoño, la película coloca frente a frente el aislamiento emocional y la vacuidad personal de esta implacable arandela del capitalismo, para la cual incluso una salida de copas con colegas de la oficina es un estresante gaje del oficio, con la idolente sencillez de un hombre que extrema su esperpéntica idiosincrasia para montar un paripé (personificado en el Toni Erdmann del título) que exacerba el absurdo de las hipócritas convenciones de la jaula de oro a la que ridiculiza. Es este envoltorio de humor negro disparatado y burlón el gran acierto de un film que, si bien meridiano en su defensa de la vida personal sobre la material, activa eficazmente los resortes de la risa y la empatía, alejándose de las estomagantes soflamas que en no pocas ocasiones se han vertido sobre el tema. Mérito este que, si no consiguió conmover al jurado oficial, sí lo hizo con el FIPRESCI, que se decantó por ella como Mejor Película.

Cannes 69: Las olvidadas

Esta foto: Sieranevada / Foto inicio: Toni Erdmann

“Sieranevada”, del rumano Cristi Piu, era otra de las grandes favoritas a la Palma de Oro. Dilatada en su metraje, no así en la percepción subjetiva de éste, la película cuenta los (acostumbrados) desvaríos de una reunión familiar de hasta tercer grado de consanguinidad (parientes políticos incluidos) con motivo del funeral del más añoso de ellos. Ese es el gancho para realizar una inmersión a bocajarro en el variopinto clan parental, cuyas inevitables diferencias personales, generacionales, vitales y políticas, sensibilidades éstas especialmente exacerbadas al situarse la acción tres días después del atentado del Charlie Hebdo en un Bucarest sobre el que aún planea la sombra de la dictadura de Ceaucescu. Expeditivas en las tesis de los diferentes personajes e inflamables como un bidón de gasolina, las congruentes discusiones pergeñadas por Puiu sobrepasan lo puramente hogareño para enfrentar a comunistas y liberales, etnocentristas ortodoxos y adheridos a teorías conspiratorias, adolescentes y septuagenarios en una partida de ping-pong a múltiples bandas en la que saldrán a la luz rencillas envenenadas, infidelidades conyugales, recuerdos remotos y secretos largamente arraigados. La agilidad y realismo de los diálogos y lo elaborado de unas disquisiciones en las antípodas de la simpleza binaria imprimen dinamismo a una puesta en escena funcional, con interiores domésticos como único escenario, en la que la cámara recorre la escena en largos planos secuencia. Una película de factura teatral que bien puede tomarse como buque insignia de las excelentes posibilidades que esta apuesta por la solidez del guión y la mera funcionalidad técnica ha brindado al mejor cine europeo.

Cannes 69: Las olvidadas

Paterson

Otro de los títulos que dejaron fríos al jurado, no así a la crítica asistente, fue la plácida “Paterson”. Tras la arrebatadora “Solo los amantes sobreviven”, Jim Jarmusch ha optado por una película limpia, quizá menos ambiciosa, pero decididamente bella en su simplicidad formal y en su desenfadada cordialidad. Estructurada con una progresión prácticamente horizontal, la cámara sigue la sencilla rutina de Paterson (Adam Driver), un treintañero conductor de autobús que se desliza como una góndola sobre la pequeña villa de New Jersey con la que comparte nombre durante los siete días de una semana tan sosegada como cualquier otra. Con una simetría capicúa, Jarmusch extirpa todo exceso dramático sustentando el relato sobre una armoniosa reincidencia, con ligerísimas desviaciones axiales, conformando un fresco naturalista e inmaculado, fluido como un río de bajo caudal, jocoso en lo anecdótico y surrealista en esencia, como un irónico revés al vacío existencial contemporáneo que convierte en mantra vital ese “take a walk on the slow side”.

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Aquarius

“Aquarius”, del brasileño Kleber Mendonça Filho, había hecho tañir las campanas por su protagonista Sonia Braga como favorita al premio a la mejor actriz, a pesar de que su personaje (o ella misma, quién sabe) destilaba una egolatría enervante. No sonó la flauta y la película se fue de vacío. Su personaje, Clara, es una viuda sexagenaria con un pasado burgués, más o menos convulso en lo político, que se aferra como a un clavo ardiendo a la vivienda en la que su familia ha escrito su historia desde hace varias generaciones. Convertida en la última inquilina y, por tanto, en el único escollo para los planes de grandeza de una ambiciosa agencia inmobiliaria, Clara será objeto de acoso por varias fuentes (sus hijos, sus antiguos vecinos y, fundamentalmente, la propia agencia) para hacerse con su codiciada vivienda, que ella, con una determinación férrea, se negará a convertir en derribo. Si bien creíble en su descripción de las estratagemas de la tiranía del capital (ese neoliberalismo en el que la compraventa no parece ya un derecho, sino un deber), Mendonça retrata a su protagonista con un embeleso desmedido que, si a otros ha convencido, no despertó las simpatías de esta crítica.

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The Neon Demon

Por otro lado, era casi una cuestión de tiempo que el esteticismo retrofuturista de Nicolas Winding Refn, tan dado a dilatar los momentos cumbre y a dar vueltas sobre su propio eje de zooms acelerados y embriagadora sonoridad sintética, pusiera en su punto de mira al gremio bello por antonomasia: el inflamable negocio de la moda. Con un preámbulo tan profético como alegórico, “The Neon Demon” empieza como tantas otras historias terminan: con un bonito cadáver. Con ecos al colorismo enigmático y concupiscente de Guy Bourdin, LaChapelle o Dario Argento resonando poderosamente sobre la escena, la silueta lujosamente ataviada y morbosamente inmóvil de Elle Fanning contrasta con el fondo como una muñeca recortable, intermitentemente iluminada por los flashes, hasta que un zoom out pone fin a este estado fervorosamente contemplativo para introducirnos en la narración. Y es así, en su subyugante riqueza visual, en su perspectiva literalmente poliédrica y su juego de tintados haces de luz, como adquiere su sentido esta película hipnótica y bella, cuya (discutible) flaqueza argumental, si bien impecable en el ritmo el relato, será vilipendiada por sus detractores como una acumulación de clichés (a saber: el abandono, la soledad, la frustración, la competitividad, la humillación, la envidia y, en general, la hoguera de vanidades y la jauría humana con la que el sector crítico identifica al fashion system) que una conversación ¿sincera? con sus insiders podría (o no) desmentir. Windign Refn, no obstante, está por todo lo contrario, y presenta a su protagonista como una ninfa desvalida, tan hermosa como frágil, aislada en la turbiedad de un motel infame y presta a ser devorada por el reguero de depredadores que encuentra a su paso, para experimentar después una metamorfosis de ángel a demonio que, lo que son las cosas, tiene lugar en el preciso instante en el que se sube a la pasarela. Es en esta explicitud partidista y reprobatoria, amén de de la hiperbólica parábola (guiños gore incluidos) que la sucede, donde el film patina peligrosamente, si bien su arrollador magnetismo consigue imponerse sobre el (simbólico) dislate final. Un desacierto que es pecata minuta al lado de la estupidez de Bruno Dumont en “Ma loute”, la ridícula impostura de esa “Julieta” con la que el macilento Almodóvar vuelve a empañar el recuerdo del que algún día fue o el forzado antagonismo de Charlize Theron y Javier Bardem en “The last face”, el debut como director de Sean Penn. Y aquí cerramos el capítulo, porque de nada sirve regodearse en la miseria.

Cannes 69: Las olvidadas

The Last Face