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Uno de los aspectos que más me llamó la atención tras los primeros momentos del terremoto y posterior desastre nuclear de Japón, fue el masivo apoyo de la comunidad internacional hacia un país el cual, a diferencia de Haití o Chile (por citar otras economías que han sufrido los rigores del medio ambiente), si puede presumir de algo es de capacidad de organización, recursos y  de un grado de desarrollo superior al de los dos casos que antes mencionados. Lo más sensacional ha sido comprobar como la mayor prosperidad de Japón no ha impedido el que todos hayamos apoyado de forma masiva, colaborado en la reconstrucción o mostrado nuestras condolencias en las diferentes redes sociales, con el fin de desear la rápida recuperación de un país que nos enternece, cuya cultura nos fascina, y cuya gastronomía disfrutamos.
¿Por qué? Ni más ni menos que por el concepto que de forma general tenemos hacia todo lo nipón.  Yo, personalmente, todo lo japonés lo asocio con la calidez, la ternura, la sensibilidad, lo naïf, el carácter afable, pacífico, humilde, risueño, y la pasión por la calidad, el respeto a la naturaleza y con una voluntad de creación que embellece lo sobrio frente a lo accesorio, aspectos que han forjado en mi subconsciente una idea de lo japonés, que se impone de forma emocional a cualquier juicio racional.

Y he aquí lo que quería poner de manifiesto con esta intervención; nada mejor que los anteriores adjetivos para definir la imagen país que se asocia al diseño japonés, y la necesidad de que nuestra industria en España sea capaz en el medio y largo plazo de generar unos valores intangibles que posicionen nuestras firmas y productos en un plano más allá de los típicos clichés de sobra conocidos. Unos valores que sepan llevar a nuestras firmas, diseñadores y productos hacia unos subconscientes que apasionen, que establezcan asociaciones emotivas con los consumidores de nuestros productos en la esfera internacional, y que tengan como resultado reacciones como la mía con Japón.
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