Un relato de Álvaro Rodríguez de la Rubia Yuste. Ilustración de Alexis Nolla
Miré ambos lados de la cuenta con la esperanza de que la camarera hubiera apuntado su teléfono y dejado un beso impreso con pintalabios. Pero eso solo ocurría en las películas yankys a actores mucho más guapos que yo. Le sonreí y más bien parecía interesada en dejar impresa la huella de su bota en mi entrepierna. Los lunes no siempre son tan maravillosos como cuentan. Me levanté y me marché algo adormilado. Por alguna razón, siempre acababa en el paseo marítimo.
Sospecho que la ciudad tiene una ligera inclinación hacia la costa y que por ello mi cuerpo, de naturaleza perezosa, tendía a seguir la pendiente. Recorrí el muelle hasta el pantalán y pensé que es curiosa la manera en la que el destino nos castiga cumpliendo nuestros deseos. Siempre quise vivir junto al mar y hoy sé que no es tan buen amigo como imaginé. Se burla con su indiferencia de mi ridícula melancolía y me recuerda lo difícil que es acostumbrarse a estar lejos de ti.
Le lancé piedras entre ola y ola, donde supuse que más le dolería. Una tras otra. Ya sabes que siempre tuve alma de niño y esos estúpidos aires de gallo orgulloso. Cuando se terminó la munición de piedras a mi alrededor me sentí en paz. Sentí que, unido a la brisa, podría vivir para siempre cerca del mar, rozarle sin hundirme, burlarme de su esplendor, rasgarle la piel con un silbido y ver brotar la espuma de su herida.
Me senté a tocar la guitarra en la arena, una gaviota cagó muy cerca y me sentí afortunado de que no me hubiera caído en el pelo o, lo que habría sido peor, en la barba. Encontré en la cadencia de las olas un ritmo contagioso y toqué pegándome a ellas.
Estaba atardeciendo, corría una brisa juguetona y pensé que tampoco estaba tan mal. Tenía la tripa llena, una gran bañera de agua salada a mis espaldas y, al fin y al cabo, aquel era el mismo mar que me bañaba de niño cuando iba con mis padres a pasar el verano a El Perelló. El mismo Mediterráneo poblado de algas, tiburones pacíficos y alguna que otra bolsa de plástico de algún dominguero canalla. Al fin y al cabo, no estaba nada mal.
