Déjame salir. De la feliz era Trump

Faltábamos nosotros por hablar del fenómeno cinematográfico del que todo el mundo lleva semanas hablando. Que no os preocupe no llegar a tiempo de cartelera. Tenéis cuatro años para estremeceros, ante la pantalla sobre la que transcurre esta ficción o ante la más aterradora, la del telediario, si el impeachment o causa de fuerza mayor no lo impiden. Porque Déjame salir (Get Out, grito que en una de las secuencias clave se hará desesperado), encumbrada ya a obra maestra sin que se hayan desvanecido todavía los títulos de crédito, tiene un prota que no sale en el reparto: el ínclito, el onminipresente y bochornoso Trump. Sí desfila, por el contrario, la viscosidad de lo que representa y buena parte de a quienes representa, lo sepan o no. Le voten o no. Terror más allá del género.

Película Déjame salir. De la feliz era Trump.

Jordan Peele, curtido en su combo cómico Key & Peele, no ha cumplido los cuarenta y ya tiene su pelotazo millonario. Dirige una ópera prima que gasta 4,5 millones de dólares de presupuesto y consigue 10 en su estreno, se va por ahora a los 250 (y subiendo) y destroza sin paliativos el récord que ostentaban los debutantes directores de El proyecto de la bruja de Blair. No está mal para este afroamericano inteligente al que auguramos mejor futuro que a los responsables de aquel febril experimento. La crítica sigue rendida. Y, como decimos, y bien que nos alegra, el público más.

El poster de la película Déjame salir más publicitado en España refleja una imagen explícitamente angustiosa, un reclamo demasiado fácil. Hubiera encajado más el de una situación feliz, pues a ella nos hace viajar en principio Jordan Peele, la auténtica estrella de la cinta. Acompañamos al novio negro y precavido de una chica blanca como la leche a su presentación en sociedad, la de una arcadia liberal de suegros provistos de limonada fresca, sonrisas enrolladas, esnobismo confortable y complicidad demócrata. “Yo hubiera votado a Obama para un tercer mandato”, deja muy claro de primeras el doctor Armitage, neurocirujano y exfumador. ¡Glups!

La finca y la mansión empiezan a cobrar una vida que nos recuerda a muchas cosas. Cosas inquietantes. Cosas de campos sureños y esclavitudes no tan lejanas. De repente, el espectador que había entrado en una apacible versión de Adivina quién viene esta noche se encuentra de lleno dentro de La semilla del diablo. Sólo que en la película Déjame salir no hay una Mia Farrow que nos saque de quicio ni una promesa morbosa. Peele se vale de todos los trucos del género (sustos exquisitamente seleccionados) para envolvernos en una pesadilla sin cruces llameantes ni perros de presa. La silueta de los capirotes blancos encuentra una nueva forma espeluznante en la que hacerse notar: el paternalismo.

Y es que la película Déjame salir no va de la inmortalidad. El querer vivir y vivir ejerce de macguffin con el que aplastar nuevamente a la raza a la que se quiere dominar tras invitarla a una taza de té. “¿Por qué nosotros?”, se viene a decir. “¿Por qué no?”, se responde dejándolo más a las claras si cabe. La rabia transmitida de padres a hijos. Un nuevo Mengele vengador, aunque sea por la afrenta de una carrera perdida hace más de 80 años. Fue producto de la hipnosis no pensar que bajo el mandato de Obama seguía latiendo parte de la misma América.

Déjame salir. De la feliz era Trump

Pero cuidado, el terror nos involucra. Todos podemos caer en su círculo bajo premisas a veces bienintencionadas. Una señora palpa la musculatura de un joven. No la quiere para que haga de mulo en un algodonal. La quiere para sí misma. Para arrebatársela. Para ser fuerte ella. Porque puede. No hace falta mirarle la dentadura. Ni siquiera pujar por el cuerpo y el alma de un ser humano. Basta pedir que el negro imite el swing de Tiger Woods. Ya que uno se ha ganado a pulso compartir un mundo de blancos, por qué no todos. Ya.

Casi duele ver a Bradley Whitford y a Catherine Keener, siempre tan de nuestro lado, haciendo de malos. Se salen, a pesar de todo. Eso sí, para hipnotizadora, Allison Wiliams, mucho más convincente que en su papel de irritante Marnie al que nos acostumbró en Girls. El inglés Daniel Kaluuya, al que ya habíamos visto en uno de los capítulos más inquietantes de Black Mirror, es todo ojos. Nos transmite tanto su miedo y desesperación que queremos ser la cabeza de ciervo que tan bien sabe utilizar. Esa cornamenta es un arma para acabar con la felicidad terrorífica de la era Trump. Dejadnos salir.