JUVENTUD AMERICANA

La venganza de uno mismo (by Javier Giner)

Cualquier libro que comience con una cita extraída de una novela de Cormac McCarthy tiene ganado un espacio importante en mi corazón, incluso antes de leerlo. Así que al ver la cita que prologa “Juventud Americana” de Phil LaMarche (Anagrama) supe que estaba vendido. Para mí las citas de un libro son como las introducciones de tus colegas cuando te hablan de un posible amante: “Te pega para ti”, “Es muy de tu rollo”… Las citas de los libros me hablan de la misma manera (en el silencio de la habitación solitaria lo escrito tiene muchísima presencia) y esas letras desvirgadoras me especifican, sin necesidad de leer nada más, si mi amante encuadernado de las próximas noches y semanas, va a follar y a abrazarme como a mí me gusta, si me escuchará y me hablará de la manera que busco, en el tono que entiendo y respeto. Una cita, cuando está bien elegida, te habla de un universo, de un olor, del mundo que se avecina. Así que como podéis entender, en este caso, tratándose de una cita de McCarthy, llegué a pensar que aquí había matrimonio literario. Con cicatrices incluidas.

Hay libros cuya fuerza reside en lo emocionalmente pornográfico, efectista y explícito de su propuesta narrativa. Y luego hay novelas que, bajo la apariencia de una engañosa sencillez narrativa, de dejavú dramático (lo que cuenta este libro no es algo original ni novedoso), despliegan toda su sabiduría en los espacios que no se narran, en las palabras que no se dicen, entre capítulo y capítulo, en los silencios y las miradas, en las actuaciones contradictorias de los humanos que las pueblan, en los secretos que nunca se dicen. Son textos que insinúan, pero no dirigen. Son letras que evocan, pero no subrayan. Son puzzles por construir. Son libros anti-lectores vagos. En este tipo de relatos hay verdaderos maestros: ahí están Raymond Carver o Chejov o  Cheever, entre otros. Genios de la sombra, no de la luz ni de la oscuridad ni de nada definitorio, sino de un terreno gris que aunque en apariencia más sereno, encierra convulsión suficiente para hacer tambalear los cimientos de lo que llamamos sociedad. Historias que bajo la aparente placidez de su ensoñación (normalmente relacionada a espacios suburbanos o familias respetables), esconden fuego suficiente para hacer arder la estatua de la libertad. A esta estirpe pertenece “Juventud americana”, aunque en este caso, los suburbios se llenen de violencia y odio juvenil.

Esta novela  habla del crecimiento, del esquivo y doloroso paso a la madurez, de las heridas físicas y emocionales que llegan de los descuidos, de las mentiras que engendran más mentiras para poder sobrevivir, de la obstinación y la vergüenza, del poder vengativo del grupo, de la comunicación y la intolerancia, del desacato y la rabia (cuánta rabia últimamente en las novelas que leo), de la automutilación, de la dependencia y del desamparo, de la familia. Se sirve de personajes vivos y creíbles, de carne y hueso, y una psicología exquisitamente trabajada (qué gran presencia la de esa madre heroína y villana, honesta y mentirosa, defensora y verdugo). Relata la condena del silencio, las moralinas fanáticas y la violencia de la incomprensión. Exprime el líquido de la ocultación y toda la pesadilla que puede engendrar en su avance. Porque es una historia que habla del dolor y de la culpa, de la no pertenencia y de la soledad destructiva. Habla y calla, ya que esta novela esconde mucho. Y es ahí, donde no relata, donde alcanza su verdadera fuerza. Casi tanta como la de un disparo a quemarropa entre dos hermanos que juegan con una escopeta en un salón, en cualquier salón. La geografía de donde ocurre es lo menos importante. Al fin y al cabo, todos hemos sido niños asustados. Vengándonos del mundo y de paso, de nosotros mismos.