EL REY PÁLIDO

LA OBRA PÓSTUMA DE DAVID FOSTER WALLACE

Tras unas cuantas representaciones, en 1920 Eugene O’Neill destruyó todos los ejemplares de Exorcism, uno de sus dramas en un acto. Se fue a la tumba sin saber que su ex mujer, Agnes Boulton, había conservado uno que después de su divorcio regaló al guionista Philip Yordan. Recuperada de entre los documentos de éste, que murió en 2003, ya tardaba en publicarse cuando The New Yorker lo hizo el pasado octubre. La precedía prólogo de John Lahr que justificaba el realumbramiento por tratarse de un gran documento autobiográfico; Sarah Churchwell, en cambio, profesora de Literatura Americana en la Universidad de East Anglia y articulista en The Guardian, definía la pieza como el “ejercicio de un aprendiz” y se preguntaba si no debió haber permanecido perdida. Es éste uno de los últimos ejemplos que engrosan la lista de obras póstumas cuyos responsables nunca quisieron que se leyeran, lista cada vez más larga y más carente de criterio porque rara vez estos descubrimientos aportan un nuevo dato o renuevan el prestigio del autor. De hecho, su efecto es generalmente el contrario.

David Foster Wallace se ahorcó en octubre de 2008 tras una depresión que le duraba ya más de veinte años. Se encontraba entonces inmerso en El Rey Pálido, que Mondadori estos días publica en castellano, novelón de dimensiones y aspiraciones similares a su anterior La broma infinita. El tema ahora es la Agencia Tributaria de los Estados Unidos y a partir de aquí, entre otros, la burocracia, los vericuetos legales, el tedio, el vacío, la soledad y el miedo. En la forma de Wallace aparece de nuevo su eclecticismo, no hay un género definitorio y los hay todos: comedia grotesca que corta la risa de un brochazo, diálogos brillantes, farsa, drama, montones de anotaciones extras, descripciones en tercera persona de un detallismo milimétrico y monólogos de las más variopintas voces y ámbitos. Acercársele es abrir el apetito a nuevos lectores pero puede que también sea decepcionar a los viejos. Foster Wallace era un genio con un amplísimo número de registros (quizá consecuencia de un trastorno depresivo que le hacía pasearse por las más puntiagudas aristas del ser humano), un perfeccionista obsesivo y meticuloso y El rey pálido es una novela a medio cocinar. Contiene trozos que se beben a grandes sorbos y otros que se hacen cuesta arriba, notas a pie de página que enriquecen y otras que entorpecen, capítulos inconexos sólo unidos por el tema de los impuestos y otros que ni tan siquiera lo comparten y sin los que el libro sería exactamente el mismo, conversaciones que dicen mucho con la apariencia de no decir nada y conversaciones que no dicen nada porque parecen borradores, párrafos que sobran y párrafos que faltan, fragmentos fascinantes como el del niño con un problema de espalda y una flexibilidad anormal que se empeña en besarse todos los rincones de su cuerpo y otros que se olvidan al instante. Es, resumiendo, una mina de piedras preciosas llena de restos de tierra. Uno la lee e inevitablemente se pregunta si su suicidio fue un arrebato o si premeditadamente dejó a la voluntad de sus herederos hacer con ella lo que les viniera en gana, si no debió también permanecer perdida o haberse quedado, al menos, sólo como objeto de estudio.

Y, sin embargo, en mitad de todo su desbarajuste hay un capítulo absolutamente perfecto bastante más largo que los demás, El “irrelevante” Chris Fogle (capítulo 22), como Foster Wallace se refiere a él en los sucesivos, la historia de un adolescente contada por sí mismo hasta entrar en la Agencia. Son sólo cien páginas, pero contienen varios momentos que se agarran de inmediato a la memoria del lector: la llegada imprevista del padre cuando el protagonista hace una fiesta en casa, la absurda muerte de éste o el momento en el que Fogle se equivoca de clase, entra en una lección de Fiscalidad Avanzada en la que un profesor describe esta profesión como “heroica” y descubre su vocación de administrativo. Un centenar de hojas que constituyen una de esas piezas breves y potentes que, en palabras de Antonio Muñoz Molina en el prólogo de su fantástica Carlota Fainberg, tienen “la intensidad y la unidad de tiempo de lectura del cuento y la amplitud interior de la novela”. Un diamante pulcro y deslumbrante escondido en una obra inacabada, y sólo por éste es justificable contravenir la voluntad de no publicarla que nunca sabremos si David Foster Wallace tuvo.

EL REY PÁLIDO