NUEVO LIBRO DE JAMES FREY

UNA MAÑANA RADIANTE

Después de la que se montó con su anterior libro, “En mil pedazos” (programa de Oprah Winfrey con amonestación pública de la “Emperatriz de la Empatía”, como la llaman algunos medios en EEUU, incluido), era seriamente posible que Frey, guionista, director y escritor (de unas memorias que no se consideraban tales y por las que la editorial llegó a devolver el dinero a miles de lectores enrabietados por sentirse engañados tras la compra de un supuesto manual inspiracional; un libro polémico no ya por su contenido – en él Frey detallaba con todo lujo su proceso de desintoxicación de adicción al crack en una clínica de Minnesota – sino por el debate público que engendró su publicación en torno a los límites de la ficción y la biografía), no volviese a empuñar un boli o presionar una tecla. Una decapitación pública y mediática a la que, tristemente, estamos tan acostumbrados. Eran los años del “destape literario”, de la caza de brujas contra la invención (travestida de verdad… ¿y qué?, me gustaría añadir), los años de la visita a juzgados de JT Leroy, Augusten Burroughs y compañía. Tiempos en los que parecía que al escritor se le juzgaba por la realidad de su contenido y no por su capacidad creativa. Junto al terrorismo, en USA se extendió el miedo a ser mentidos, manipulados, convirtiéndolo asimismo en una amenaza tremebunda y apocalíptica. Sobrevivió la creatividad que ganó el pulso a la rabia, al despecho. “En mil pedazos” vendió más de ocho millones de ejemplares.

Ahora James Frey vuelve con “Una mañana radiante” (Mondadori), una oda a esa ciudad tan legendaria llamada Los Angeles. No es un libro sencillo de describir. Es una pieza de meta-ficción-real, construida en torno a cuatro historias admirablemente construidas de superación, obsesión, abusos, asesinato, alcoholismo, raza, poder, mentira, amor, violencia, voluntad, sexo, miedos, redención, sueños y éxito. Es un homenaje fáctico (al loro con el despliegue antropológico-informativo acerca de la metrópolis que despliega Frey en cada uno de sus segmentos), regado todo él con instantáneas de existencias anónimas (las ficciones), variables y variadas, y con piedras de toque del desarrollo urbanístico, político, social, cultural, económico de la megalópolis que las encierra. Su estilo es certero, incisivo, visual, directo, con unos diálogos dignos del mejor minimalismo literario (deudores de su pasado guionista, estoy seguro), y un ritmo (construido con una original forma de frasear y puntuar) endiabladamente efectivo, rabioso, violento. Aunque sólo sea por eso, por la construcción de su forma, “Una mañana radiante” merece ser leído. Porque es una novela, de eso no hay duda. Pero también tengo la sensación de que es algo más: una descarga de ametralladora, de flashazos y polaroids desgastadas sin principio ni final (como las postales de “La Dolce Vita”), una acumulación de imágenes (por momentos muy poderosas), piezas de un puzle enorme (como lo eran las historias de “Crash” o de “Short Cuts” de Carver), desgastado pero brillante que dibujan la morfología amorfa de una ciudad que ha perdido sus propios límites. Piezas de un rompecabezas que no saben dónde está su nexo de unión. Piezas, sólo eso. James Frey no escribe para lectores vagos. Esparce la información. Te la pone en la cara. Para que tú hagas con ella lo que quieras. Es admirable ese poco afán de control. No sabrás el nombre de muchos, pero conocerás sus historias. Sólo sabrás de ellos lo que tratan de esconder que en el fondo es lo que los hace ser quiénes son. ¿Qué es un nombre al fin y al cabo? Bienvenido al nuevo estado de la realidad.

No os sorprendáis si os suenan algunas escenas. En este libro, alejado de nostalgia, melancolía y sucedáneos azucarados se detalla hasta la vida de Perez Hilton, convenientemente disfrazada en pronombres. Tengo la sensación de que es un libro que gusta o se desprecia. No lo sé. Es una de esas ficciones que participan del riesgo de no ser lo que son, y de ser mucho más de lo que parecen ser. Es extraño, en el mejor sentido de la palabra. No creo que deje indiferente. A mí me ha encantado. Incluso me ha resultado adictivo. En muchos momentos, jugueteé con la idea de no terminarlo, lo reconozco. Pero siempre volvía a él, como se vuelve a los recuerdos. Eso es buena señal.  Viví tres años de mi vida en esa colmena soleada de la costa de California que tanto amé y odié a partes iguales (me ocurre con todas las ciudades en las que vivo, de hecho). Para mí fue un viaje al pasado, teñido de futuro.